Tengo envidia de este blanco
de las paredes;
tengo envidia de este rojo
de los rosales;
tengo envidia de aquél geranio
porque florece quieto
en el patio de su casa.
La envidia de un forastero
al hombre de tierra
me viste de verde,
me descompone:
en los olivares
yo soy el abono...
Parte de mi será
esta arena,
parte de mi será
aquella montaña,
de una parte de mi
saldrá el canto apasionado
de un labrador sin nombre,
si me detengo...
El remolino flamenco
desenterrará mis cenizas,
si me detengo...
Si me detengo
pegadita al blanco del muro,
amarrándome con el rojo vivo
de los geranios,
me despacharía de mi envidia;
la mandaría lejos
a buscar suerte por los olivares,
a rociarlos con la amargura
de mis andamios
para que den frutos
verdes,
amargos frutos de mis avatares,
y aceites de cura
para engrasar las heridas
desde adentro,
para que también den frutos,
frutos maduros de mis entrañas.
Si me detengo...
La envidia de un forastero
al hombre de costumbres.
Si me detengo
y me impongo
dentro de mis venas,
contra mi propia sangre,
como una presa...
!Qué sencillo e imposible!
Como este rojo,
como aquél blanco
si me alejo...
Como un adelanto
para sus adentros susurra la llaga:
"Solo quien repuja su tierra
obtendrá la llave de sus ataduras".
Aunque te tengo envidia, forastero,
¡Plantaré mi maceta desamparada!
En este rojo vivo,
en este blanco
y verde...
Me siento atesorada cuando paseo por sus calles estrechas, forjadas entre los siglos con el amor, con el odio, con la venganza, con ilusión de un porvenir mejor, con la fe en la condición humana, reflejada en sus calzadas, en los paredes de sus edificios, en el tiempo corrompido por el abandono, por el olvido de nuestros antepasados.